El cine de Rohmer o el coreano Hang Song-soo, en el que los personajes se explican a través de pequeños gestos, sutiles matices y diálogos que parecen cotidianos o banales pero están llenos de trascendencia, se refleja en la obra de Celia Rico. La sevillana (residente en Barcelona), en su primera película, Viaje al cuarto de una madre (2018), narraba el momento en el que una hija joven (Anna Castillo) decide abandonar el nido frente a una madre costurera (Lola Dueñas) que se resiste a aceptar esa separación inevitable pero dolorosa.
En su nueva película, Los pequeños amores, vemos también una profunda relación entre una madre y una hija. Por una parte, la hija, Teresa (María Vázquez), una mujer soltera inteligente y culta que pasa unas semanas con su madre (Adriana Ozores), para cuidarla tras un accidente doméstico en el que se rompe una pierna. Poco a poco, la directora hila con trazo fino la personalidad de estas dos mujeres que se quieren, pero como sucede en las mejores familias, también se odian cordialmente.
¿Qué opina su madre de que lleve dos películas hablando sobre el tema?
No ha visto esta película así que no lo sé. Con la anterior, cuando le pasé el guion, lo que me decía es que dudaba si tenía interés contar algo tan cotidiano. Ya llevo dos películas sobre madres e hijas y pienso lo contrario, que tiene todo el interés porque no lo hemos visto tanto en cine y eso es lo que nos pasa. Hay esa cosa de la repetición, cuántas veces nos han repetido las cosas los padres…. Eso tiene un calado que se nos queda allí, cumplimos 40 y 50 y esa voz todavía está dentro de nuestra cabeza. Hay un poema que dice algo así como que aprendemos a mirar en la infancia y todo lo demás es memoria de esa infancia, ahí se queda todo. Se trata de cómo aprendemos a mirar, a vincularnos… las expectativas.
¿Volvemos a ser el niño que fuimos cuando de adultos vemos a nuestros padres?
Pasa sobre todo cuando vives fuera de la ciudad donde están tus padres como sucede con Teresa en Los pequeños amores. Tienes otra vida en otro lugar donde te vas construyendo socialmente, culturalmente, empiezas a ser tú y definirte. Al volver a la casa de tu infancia, como no has construido esos años de vida con una rutina con tu familia es inevitable volver a lo de antes, se abren esas ventanitas al pasado. Eso lo tenía muy presente al escoger a María Vázquez porque ella combina muy bien esas dos caras, es una adulta-niña.
¿Duele volverse a sentir cuestionado?
La madre la juzga por cómo friega los platos, pero también al elegir pareja, lo que es muy fuerte. Quiero pensar que eso viene de un amor tan salvaje y una protección tan grande, que al final cargamos con nuestra visión de si lo hemos hecho bien, pero también con la suya. A mí me pasa que pienso que ojalá vaya bien la película para que ellos estén contentos. De todos modos, busco otra mirada, en eso que parece tan pesado y castrante quiero que haya una tregua, que sea posible poner la cabeza en el regazo de tu madre.
¿Querer significa aceptar defectos?
En la película hay muchos reproches, la madre es muy exigente con la hija y eso es un lastre. No quiero pensar en categorías de “madre buena” y “mala” sino en que es humana y se equivoca. La idea de la madre buena que te quiere por encima de todo ha hecho mucho daño. Es la primera vinculación que tenemos y vemos cómo luego cuando eres adulto a ver cómo lo haces para vincularte y sentir de una manera distinta. La propia idea del amor romántico parte también de ese concepto del amor incondicional de la madre.
¿Se invierten los roles cuando los padres se hacen mayores y más dependientes?
De eso va la película, vemos cómo esta mujer fuerte e independiente, después de ese accidente aflora su fragilidad. Es una edad en la que la sombra de la muerte está ahí. Ahí también hay una cosa que tiene que ver con los mandatos de género de que las mujeres somos las que cuidamos y si una madre parece que tiene una obligación impuesta de cuidar es difícil que acepten ser ellas las cuidadas.