Tras golpear la aldaba de la puerta, aparece un elegante japonés que trata de disuadirme de entrar. «Aquí solo servimos cognac, si pides whisky no tendré», «este es un bar muy caro y hay que pagar por entrar». Mi objetivo era cruzar esa codiciada puerta azul, así que asentí a cada pregunta con una reverencia. Ya convencido, Yasutaka Nakamori me guio a través de un pequeño pasillo hasta mi primera coctelería tradicional japonesa: una barra para seis clientes, luz extremadamente baja y un silencio casi reverencial mitigado por un disco de ópera italiana a mínimo volumen.
En la mayoría de las coctelerías de Tokio no se puede reservar, así que hay que tener suerte para conseguir uno de sus codiciados asientos. Eso si encuentras el local, que en ocasiones está en la planta alta de un edificio u oculto en un callejón. Los bartenders visten a la vieja usanza y te reciben siempre con una toalla húmeda y un vaso de agua. Sus movimientos son lentos y sistemáticos, con gestos concentrados y precisos, y si no fuera por el espectáculo hipnótico que es verlos trabajar, te darías cuenta de lo que tardan en preparar tu trago. La prisa que dejaste fuera tampoco existe para ellos. Si acudes solo, tantearán con educación si te apetece hablar o prefieres perderte en tus pensamientos. El silencio se respeta e incluso los pequeños grupos de amigos que te rodean hablan a bajo volumen para no molestar.
Pero quizás el choque cultural mayor es el nivel de especialización que muestra cada coctelería. Mientras que en Europa queremos contentar a todos los clientes, en Japón prefieren dominar una pequeña parcela de conocimiento. Yasutaka, el dueño del bar de cognac de la puerta azul, es capaz de sacar notas de violeta a un Borderies templándolo durante diez minutos con una vela. El propietario de una de las mejores coctelerías de Tokio, el Bar Benffidich, cultiva durante el día con verdadera pasión frutas y hierbas en su granja. Por la tarde, Hiroyasu Kayama conduce noventa kilómetros con su cosecha para sorprender a sus clientes en la novena planta de un edificio de Shinjuku, uno de los barrios más concurridos y fiesteros de la ciudad. En Tokio encontramos increíbles bares de whisky, shōchū o mezcal con cientos de referencias y un profundo conocimiento, pero también otros que hacen coctelería con té, cacao, absenta o productos japoneses de temporada.
Este tipo de coctelerías acogen cada noche a personas solas o pequeños grupos que desean huir de la estridencia, las luces y los ruidos. Pero el estrés de una megalópolis como Tokio también se puede combatir con risas y jaleo. Las izakayas, tabernas informales donde se comparten pequeños platillos y se bebe, son la otra cara de la moneda de la cultura del bar japonesa. Al cliente se le da la bienvenida gritándole “irasshaimase“ y exhibiendo una gran sonrisa, y se le acomoda rápidamente en la barra o en pequeñas mesas muy juntas. Las especialidades se muestran en pizarras y se piden progresivamente según la conversación (y el alcohol) van dándote hambre. En una izakaya se grita, se ríe y se disfruta de la comida y la bebida relajadamente. Si uno acude solo, no tarda en despertar la atención de sus vecinos, especialmente si es extranjero, y es fácil que acabe compartiendo conversación o tragos con esos curiosos desconocidos.
Aunque las izakayas nacieron en la época Edo como tiendas de sake donde se ofrecían degustaciones y pequeños platos caseros, en la actualidad lo habitual es acompañar la comida con cerveza y shōchū. El shōchū es la bebida destilada tradicional de Japón y puede hacerse con más de cincuenta materias primas diferentes, siendo las más comunes la cebada, la batata, el arroz, el trigo sarraceno y el azúcar. Se consume diluido con té, soda o agua y se sirve frío o caliente en función de la temporada y los gustos del cliente. Es habitual encontrar en las cartas también el Lemon Sour, un trago largo con shōchū, agua con gas y zumo de limón. En algunos sitios como Nakiryu, el restaurante de ramen con estrella Michelin, dejan junto al vaso medio limón y un exprimidor, para que el cliente gradúe la cantidad de zumo que desea en su trago.
A pesar de ser la bebida nacional de Japón, hoy en día el sake se consume sobre todo en bares especializados. Tradicionalmente, los restaurantes tenían como mucho dos o tres tipos de sake para elegir y tomar durante toda la comida. El concepto de maridaje no existía, pues el sake local está pensado para combinar con la cocina típica de la zona. Esto sorprendió enormemente a Ferran Centelles, antiguo sumiller de elBulli, cuando fue en 2007 al mítico Mibu y le ofrecieron un único sake para toda la comida.
En los sake bars, la estrella es la gran nevera que muestra todas las botellas que pueden beberse por copas, muchas de ellas en tamaño issobin (1,8 litros) que representa 10 veces la medida estándar de arroz para alimentarse un día. En algunos lugares, como el famoso Eureka o el excelente Gem by Moto, el cliente decide la comida y el sumiller va sirviendo diferentes sakes para acompañar cada pase. La función del sake es potenciar el sabor del plato a través del umami, redondearlo por contraste o limpiar la boca para el siguiente bocado. En ocasiones el sumiller ofrece un primer sake que marida con el propio cliente y la impresión que le haya causado a su entrada: envejecido para el mayor del grupo, espumoso para el más llamativo, no pasteurizado para el más joven y alguna rareza para el más gourmet. El mío fue siempre el mismo: un sake nigori poco filtrado, de color blanquecino y lechoso. Voy a tener que tomar más el sol.
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