Se confiesa Belén Gopegui (Madrid, 1963) adicta al café, cuya semilla molida hirvió por primera vez un pastor abisinio llamado Kaldi y que, mucho más tarde, popularizaron los enciclopedistas hasta llegar a los orígenes mismos de la novela moderna de la mano de Balzac, que lo ingería a litros para estimular el espíritu crítico. Y algo así sucede con su último libro, El murmullo (Debate), una tesis doctoral reconvertida ahora en ensayo lúcido en la que la escritora pastorea las falsas promesas de los manuales de autoayuda clasifica las deficiencias y los retos de un género literario tan aclamado como denostado por la crítica y nos abre los ojos al «presente colectivo» que encierran estas historias leídas, a modo de experimento, como obras de ficción.
¿Qué lleva a una escritora consagrada a someterse al veredicto de un jurado académico? ¿Qué se le había perdido en la universidad? Ya sólo por contar con el apoyo de un director de tesis como Fernando Broncano valía la pena meterme en las mil burocracias académicas, además del hecho de enmarcar un trabajo en el ámbito de la enseñanza pública.
La edición de las tesis académicas suele tener escaso recorrido comercial. ¿Qué le animó a publicar el original sin apenas modificaciones? ¿A qué tipo de lector va dirigido este «murmullo»? Ahora, por lo que sé, en algunas disciplinas, el formato de las tesis es más libre, ya menos extenso, más ensayístico. Éste ha sido el caso y por eso no he hecho apenas cambios; por otro lado, en este caso el formato incluye una parte de ficción.
La buena literatura es el resultado de una búsqueda de explicaciones y respuestas a través de una escritura que avanza pegada a la vida. ¿En qué momento las novelas dejaron de sernos útiles? ¿Es acaso la autoayuda una prueba más de que la gente ha dejado de leer? A juzgar por el estado de la industria editorial, no parece que se las personas hayan dejado de leer. Leen mucho más que antes en otros soportes (redes, mensajería instantánea…) y también leen libros. La autoayuda es una variedad, por lo general cargada de vanas promesas, de la literatura de consejos, que existe hace siglos.
En sus reflexiones sobre el fetichismo de la mercancía, Marx hablaba de una voluntad fantasmagórica. ¿Hasta qué punto los libros de autoayuda han terminado cosificando el dolor, convirtiéndolo en un bien de consumo, de acuerdo a las leyes del mercado? Podría haber, sí, un eco en la forma en que la autoayuda sitúa la desesperación (leve, no me ocupo de la grave) en el individuo como si éste fuera un ente aislado y como si sus emociones pensadas fueran piedras de colores que basta con ordenar de otra forma para que cambie, y no fueran parte de un organismo que solo vive si se relaciona con el exterior.
En su ensayo diferencia entre la buena y mala literatura de autoayuda, con ejemplos de extraordinaria calidad filosófica. ¿A qué obedece pues la mala prensa que pesa sobre este género? Del lado de los libros, a que una parte muy grande trabaja con el autoengaño. Del lado de la crítica: creo que hay un cierto corporativismo, pretender que unos grupos y no otros puedan opinar sobre cómo hay que vivir. Y supongo que cuesta admitir que no se es capaz de intervenir en las causas que producen la necesidad.
Con la literatura de autoayuda ocurre un poco lo que con las redes sociales: lo que prometía ser una red de solidaridades acabó gestando un incontrolable monstruo de subjetividades. ¿Hay salida al laberinto? En su libro La corriente de la historia Almudena Hernando analiza las redes como un nuevo espacio para alimentar la fantasía de la individualidad una vez que ésta ha encontrado sus límites. Una posible salida, no sé si buena, llegará cuando las plataformas choquen contra sus límites. La otra se está haciendo cada día, aunque no se vea; cada día hay formas de relación que no aceptan los sentidos impuestos y trabajan en la construcción de otros diferentes.
El murmullo acaba siendo un grito, una llamada a la acción contra el capitalismo rampante. ¿Qué contestaría a quienes consideraran este ensayo un panfleto político? Es un poco extenso para ser un panfleto [risas]. En todo caso diría que suele llamarse así a lo que no contribuye a reafirmar con un texto los valores dominantes. Y diría que no quiero reafirmarlos, porque hacerlo equivale a lo que describía así Max Weber: para justificar la propia suerte y los propios privilegios, se acusa a los infortunados de merecer su infortunio. Y recordaría a Brecht y los siete usos de la lanza: como punto de apoyo, como rama, como sonda, como pértiga, como balancín, como puntal, como lanza… «Hay», decía, «muchas cosas en una cosa».