Ilustración © Nuria Cuesta
Las road movies, o películas de carretera, se remonta a mucho antes de mi nacimiento, cuando James Dean todavía interpretaba a un adolescente rebelde sin causa aparente o Bonnie y Clyde huían de la policía dejando un rastro de muertes a sus espaldas. Curiosamente, este género cinematográfico nace y bebe constantemente de grandes epopeyas literarias como La Ilíada o La Odisea, donde Homero recorría el mundo en barco, a falta de un Mercury Coupe de 1949.
Me encantaría poder contarte que mi primera experiencia con este género fue a través de la obra maestra de Scott y divagar sobre cómo estos dos personajes fuertes e independientes cambiaron mi concepto sobre la libertad y el feminismo, pero, lo cierto, es que Pequeña Miss Sunshine (Valerie Faris y Jonathan Dayton, 2006) despertó en mí el amor por el cine de carretera, irrumpiendo en mi mente en forma de furgoneta amarilla Volkswagen Kombi de 1971.
No solo se trata de un guion impecable que retrata perfectamente a la sociedad estadounidense, es el brillante desarrollo de personajes en un espacio reducido, el cual los atrapa y los libera al mismo tiempo. Con un reparto de estrellas de lujo (Toni Colette, Steve Carell, Greg Kinnear, Paul Dano, Alan Arkin y una jovencísima Abigail Breslin) se podría asumir fácilmente una rivalidad actoral que traspasase la pantalla. Nada más lejos de la realidad. Pequeña Miss Sunshine huele a verdad, a discusión, a cariño contenido, pero, sobre todo, a familia.
La escena de la película que para mí da sentido al género, es aquella en la que el personaje de Dwayne, interpretado magistralmente por Paul Dano, es consciente, por casualidad, de que es daltónico y eso le provoca una crisis existencial brutal, ocasionando uno de los grandes puntos de giro del largometraje. Cómo rompe su silencio después de no haber pronunciado palabra en todo el film, cómo baja de esa furgoneta, cómo reaccionan el resto de personajes y; el momento clave, cómo se acerca su hermana a él, aportándole el consuelo que necesita de una manera realista, casi como diciendo: «te entiendo. A veces la vida puede ser una mierda, pero tenemos que seguir. Este no es el final del camino».
Tampoco fue mi final en la búsqueda de más road movies que despertasen ese je ne sais quoi que tanto ansiamos al ver cine nuevo. Diecisiete (Daniel Sánchez Arévalo, 2019) me hizo desear tener un hermano que recorriese conmigo todo el norte español, Vivir es fácil con los ojos cerrados (David Trueba, 2013) me transportó a una época donde John Lennon todavía existía, Mad Max: Fury Road (George Miller, 2015) hizo que rugiese por el desierto buscando la libertad y Nomadland (Chloé Zhao, 2021) me enseñó que hay muchas personas en el mundo a las que puedes llamar «hogar».
Porque, en el fondo (y no tan en el fondo), las road movies no tratan sobre historias en carretera, sino de encontrarse a uno mismo en los lugares más inesperados.
Y esa misma premisa, da significado al cine, al arte y a todo lo demás.