Fotos de "Springsteen Deliver Me From Nowhere" © 2025 20th Century Studios All Rights Reserved
Resulta casi paradójico que, tras más de medio siglo de carrera, 21 álbumes, 140 millones de discos vendidos, decenas de Grammys y hasta un Oscar, el biopic de Bruce Springsteen no se detenga en los estadios repletos ni en los himnos que hicieron historia, sino en momentos más pequeños y sutiles como la decisión de cambiar la letra de un canción o la obsesión por cómo masterizar una cinta de casete para convertirla en un vinilo.
A primera vista, podría parecer una locura centrar una película en esos detalles. Pero, precisamente cierta locura es el corazón de esta historia. Porque también lo fue en 1982, cuando Springsteen decidió dar un giro de 180 grados tras el éxito masivo de The River encerrándose solo con una guitarra, una grabadora de cuatro pistas y sus fantasmas para crear Nebraska: un álbum desnudo, triste, imperfecto… y absolutamente necesario.
Fue su forma de vaciarse antes de renacer y de exorcizar sus demonios antes de abrazar, sin miedo, la gloria que lo esperaría dos años después con Born in the U.S.A.
Porque Springsteen: Deliver Me From Nowhere no es otro biopic al uso. No busca el camino hacia al estrellato ni el éxito del mito, sino que se atreve a explorar el silencio después del aplauso, el vacío tras la euforia. La película, basada en el bestseller de Warren Zanes, nos lleva a un momento clave en la vida de Springsteen y en esta ocasión, el particularmente magnético Jeremy Allen White se mete bajo la piel del “Boss” para retratar el turbulento viaje creativo y personal que dio origen a su mítico álbum Nebraska.
Eso si, la película arranca a todo volumen: un sudoroso Bruce Springsteen en plena combustión y la E Street Band haciendo temblar el Coliseo de Cincinnati en 1981 con la eléctrica Born to Run. Pero conviene que el espectador no se deje engañar: esa apertura explosiva es solo el telón tras el que se esconde un relato mucho más introspectivo.
Porque tras aquella gira maratoniana de doce meses, el “Boss” tiene 32 años… y está perdido. La euforia se desvanece, el ruido de los estadios se apaga, y lo que queda es un hombre buscando sentido. Necesita detenerse, volver a casa y reconectar consigo mismo.
Desde esa soledad autoimpuesta nace Nebraska: un puñado de canciones crudas y honestas, grabadas en una simple grabadora TEAC de cuatro pistas, en la penumbra de una habitación. Sin adornos. Sin artificio. Un disco considerado el corazón más puro —y el alma más rota— de toda su carrera. Un puente entre lo que fue y lo que aún estaba por venir, en medio de la tormenta que significaba ser una estrella del rock.
Así que si lo que esperas es una celebración de los himnos y la gloria del hijo predilecto de Nueva Jersey, esta no es tu película. Pero si quieres asomarte al abismo interior del artista, si las canciones de Nebraska te han hecho sentir alguna vez esa mezcla de melancolía y belleza, entonces este retrato íntimo y silencioso probablemente te gustará.
Porque en realidad, Deliver Me From Nowhere no trata tanto sobre Nebraska como disco, sino sobre lo que ese album significó para Bruce Springsteen: una tabla de salvación, una forma de empezar a enfrentarse a los episodios de depresión que lo perseguían en un biopic que se revela más contemplativo de lo que algunos esperarían, pero que también posee una cierta belleza melancólica.

«Quieren éxitos, no una crisis emocional»
Situado entre The River (1980), aquel álbum doble que lo llevó a lo más alto, y Born in the U.S.A. (1984), que lo consagraría definitivamente como estrella global, Nebraska fue un salto al vacío. Un gesto casi kamikaze en el que Springsteen desnudó su versión del sueño americano, mostrando sus grietas y su tristeza. Inspirado por el cine poético de Terrence Malick en Badlands (1973), por la literatura del sur profundo de Flannery O’Connor y por la crudeza folk de Woody Guthrie y Bob Dylan, el Boss escribió un cancionero que se convirtió en un clásico atemporal de la cultura estadounidense. Cuarenta y tres años después, canciones como My Father’s House, Reason To Believe ó Atlantic City siguen sonando igual de honestas y auténticas.
En la película lo vemos instalado-aislado en una casa alquilada en Colts Neck, New Jersey, intentando encontrar su camino. De vez en cuando aparece sobre el escenario del mítico bar Stone Pony de Asbury Park para desfogarse musicalmente con sus amigos. Pero mientras tanto, la discográfica Columbia presiona a su manager Jon Landau para que lo empuje hacia el próximo “Hungry Heart”, y Bruce siente que todo eso le queda lejos. Quiere entender qué le está pasando.
Junto a su técnico de guitarra, Mike Batlan (interpretado por el siempre entrañable Paul Walter Hauser), Springsteen grabó versiones caseras y crudas, con el objetivo de llevarlas al estudio para redondearlas con la E Street Band. Pero una vez allí, entre cables y micrófonos del Power Station de Hell’s Kitchen algo no cuajaba: el espíritu de esas canciones no sobrevivía a la pulcritud del estudio y los instrumentos habituales desdibujaban la esencia original.
Así que Bruce decidió hacer lo impensable: dejarlo como estaba, masterizar el álbum directamente desde las cintas originales, con todos sus ruidos, sus fallos y también su verdad intacta.
Una apuesta a contracorriente, incomprensible para todos… menos para él.
Y claro, publicar un álbum de folk en un simple cuatro pistas, armado solo con una guitarra y una voz envuelta en un eco que parece venir de otro tiempo —de un pasado inventado o de un futuro imposible— no parecía precisamente la mejor decisión comercial. En la compañía de discos no entendían nada (“¿De verdad va a sacar un puto disco de folk?”), y mucho menos cuando anunció que no habría singles, ni promoción ni gira alguna. La suerte estaba echada, Nebraska había llegado para quedarse y para convertirse, de paso, en el disco más auténtico de la carrera de Springsteen.
El rostro impenetrable
Por lo tanto, nos encontramos ante una película íntima y profundamente dramática, un auténtico reto para el actor Jeremy Allen White, que se mete en la piel de Bruce Springsteen con una entrega total. Es cierto que el parecido físico con el ‘Boss’ no es su mayor baza —aunque canta con su propia voz, fusionada con la de Springsteen en algunas grabaciones originales de Nebraska—, pero lo compensa con creces al sumergirse en su turbulenta interioridad.
White, conocido por su papel en The Bear, demuestra una vez más que sabe sostener un plano con la fuerza de lo que no dice pero le gustaría decir. Su interpretación, contenida y vulnerable, respira el mismo carisma agotado y ese constante gesto de dolor silencioso que ya le habíamos visto encarnando al prometedor chef de Chicago. Aquí, su rostro también se convierte en un mapa emocional: un hombre desbordado por sentimientos que no sabe cómo liberar, buscando redención en la música y en la memoria.
Mientas tanto en el film, el regreso a New Jersey de Springsteen actúa como detonante emocional y allí, se ve forzado a enfrentar los fantasmas familiares que lo persiguen desde siempre. Stephen Graham y Gaby Hoffmann interpretan a sus padres: un padre alcohólico, volátil y distante, y una madre protectora y frágil. Ambos aparecen en una serie de (convencionales) flashbacks en blanco y negro que retratan cómo esa infancia turbulenta moldeó la sensibilidad de Nebraska.
Y entre los recuerdos, la película también introduce un tímido respiro romántico: Faye (Odessa Young), una camarera solitaria con la que Bruce intenta compartir el extraño momento en el que se encuentra. Sin embargo, la relación nunca termina de cuajar (ni en pantalla ni para el espectador) porque su vida emocional parece demasiado erosionada para permitirlo.
Pero si hay una interpretación que realmente da color al film, esa es la de Jeremy Strong (el eternamente infravalorado Kendall Roy de Succession), encarnando a Jon Landau, el manager y confidente de Bruce. Strong aporta una presencia magnética con su toque perturbador habitual, componiendo a un Landau comprensivo, firme y profundamente humano. Su relación con Springsteen —una amistad profesional y casi fraternal que ha perdurado más de medio siglo— se muestra aquí con una calidez y honestidad que elevan la película. De hecho, no será ninguna sorpresa verle nominado como actor de reparto cuando empiece la temporada de premios.
Para los fans de Springsteen, Deliver Me From Nowhere está llena de pequeños tesoros: el guiño al guion inédito de Born in the U.S.A. escrito por Paul Schrader, del que el Boss tomaría prestado el título para su canción más icónica; o los detalles minuciosos de aquella habitación donde se gestó Nebraska: la grabadora TEAC de cuatro pistas, la alfombra naranja de pelo largo, el silencio denso que envolvía cada acorde, etc.
Y como Springsteen en 1982, su director Scott Cooper (quien ya retrató el drama musical con Crazy Heart en 2009) también nada a contracorriente con este retrato íntimo en forma de celuloide. Mientras otros biopics de rock optan por el exceso y la glorificación —como en el caso de la terrible y artificiosa Bohemian Rhapsody—, él elige el camino más difícil: retratar la vulnerabilidad, la duda y el silencio.
La película no busca elevar a su protagonista al altar del mito, sino despojarlo de la iconografía para mostrar al hombre que carga con sus sombras, al artista que se aferra a su música como a una forma de salvación. Una decisión que otorga a la cinta cierta integridad emocional y artística que, al menos, la distingue dentro de un género tan manido.
Porque, al final, Deliver Me From Nowhere —título tomado del último verso de la canción State Trooper,— no es solo una película sobre un disco o un músico, sino una meditación sobre la soledad, la identidad y la salud mental, envuelta en un eco persistente de melancolía.
Un eco que, como la voz de Springsteen en Nebraska, sigue resonando mucho después de que la última nota se apague.
