Foto de cabecera: Portada del disco de The Cure "Songs of A Lost World" (Universal Music)
Soy plenamente consciente que llego muy tarde para hablar de su nuevo trabajo discográfico, Songs Of A Lost World, pero si ellos han tardado la friolera de dieciséis años tras su último lanzamiento, también puede esperar la crítica. Además se trata de un disco infinito lleno de recovecos, que arroja nuevos detalles en cada escucha.
Debe ser que la Navidad me ha puesto más nostálgico de lo normal o que tras muchas escuchas se me agolpan sentimientos que trascienden la música, porque es posible que el arte no sea más cosa que la vida. The Cure tiene mucho de arte y de vida. Y es que el último trabajo con tan solo ocho temas se coloca entre los más esenciales de la banda porque contiene todo lo que les define, pero además tiene un halo y un poso de consumación, de punto y aparte y hasta de punto y final más allá de la evidencia de sus letras. A ver donde lo colocan los estudiosos de la banda entre su legado siniestro y sus discos más notables, pero sin duda este trabajo monolítico e insondable tendrá un hueco entre los más significativos. Y esto me lleva a abrir un nuevo melón. Siempre pareció que el éxito en el rock era cosa de jóvenes y languidecía irremediablemente con la edad. Es evidente que actualmente hay demasiados artistas y bandas que viven del remember monetario y sonrrojante. Pero también están artistas que se niegan a jubilarse como Bruce Springsteen, Pearl Jam o Nick Cave haciendo honor a su historia, a su profesionalidad como músicos y a su público. Es el caso del actual The Cure y la autoexigencia de su líder. Robert Smith sigue cantando, como siempre, con una voz que parece ajena a la edad. Igual era ya viejo cuando empezó o no ha encanecido musicalmente a la muestra de este trabajo. transmitiendo bajo su peculiar forma de usar sus cuerdas vocales un sentimiento de otro planeta. Mención merece también el trabajo de Simon Gallup al bajo que ha dignificado este instrumento convirtiéndose en definitorio del sonido The Cure. Jason Cooper suma intensidad con una batería poderosa y Reeves Gabrels (excompadre de Bowie) su versatilidad a las guitarras.
Respondiendo a una publicación en redes sociales remarcando los atributos de este trabajo, me señalaban que los beats eran demasiado lentos y desesperantes. Es indudable y más viendo el título del disco que se trata de toda una declaración de intenciones, el mejor alegato que puede hacer la banda siempre impar y extraña en esta sociedad de ansiedad y ritmo vertiginoso. Un disco que abraza la tristeza de nuestra alma para aquellos que no solo ven en la música baile y distracción sino un arte capaz de generar emociones; incluso las más profundas. Un disco que transmite las recientes pérdidas por parte de Robert Smith como la de su hermano al que las que dedica varios de los temas de este trabajo.
Un trabajo redondo, un testamento discográfico que te seduce a abrazar una oscuridad hermosa, una tristeza estimulante. Una tela de araña llena de capas y sonido demoledor. Un disco sobre la fragilidad humana que se me antoja circular desde su primer tema Alone que podría perfectamente formar parte de Disintegration, que viaja por distintos tiempos y momentos de la banda, hasta llegar a un cierre final y apoteósico marca de la casa con Endsong, un tema de diez minutos de revelación sonora que puede resumir perfectamente la idiosincrasia que ha hecho de la sonoridad de este grupo algo único en la historia de la música.
Si es un epílogo o epitafio, el último canto de un cisne negro, el tiempo lo dirá, pero ha merecido tanta espera.
En The Cure, siempre hay belleza aún en la más absoluta oscuridad.