Su director es un firme defensor de la idea de que el cine es, por definición, un acto colaborativo. Y esta película es un claro ejemplo. Cada persona del equipo ha asumido como propia una premisa nada sencilla de llevar a cabo y ha contribuido a lograr una ambivalencia temporal y una obra total de alcance universal. El resultado final de lo que estaban pergeñando era difícilmente imaginable para nadie, pero funciona como un engranaje perfecto y da en la tecla para poner al descubierto la cara B del sistema en que vivimos conectando con los espectadores de una manera muy directa.
“La idea fundamental era conectar dos crisis: la del 92 y la del 2008, a través de las vivencias de la clase social que más las había sufrido”, comenta Luis, destacando la ambivalencia temporal: “Hay algo cíclico en las crisis. Es una idea que justifica la propuesta de hacer una película en la que no identifiques claramente de cuándo se trata. Iluminar el pasado con las experiencias del presente, e iluminar el presente con las experiencias del pasado”.
Ubiquémonos en la trama. 1992. Mientras España luce orgullosa ante el mundo como una nación moderna con sus Juegos OIímpicos y su Exposición Universal (pelos como escarpias con esas cortinillas y anuncios de ambas citas a lo largo de la película), su población se somete a un proceso de reconversión industrial que deja con el culo al aire a miles de trabajadores. En Cartagena sufren, entre otros, los empleados de astilleros. Y protestan. Y lo luchan. Hasta llegar nada menos que a quemar el parlamento. Sorprendentemente, pocos recuerdan este hecho. El director, murciano, tenía 11 años cuando sucedió, y de alguna manera lo almacenaba entre sus recuerdos de infancia. Pero nadie más a su alrededor (¡tampoco los adultos!) parecía recordar estos acontecimientos.
Es así como este relato contrahegemónico se configura como semilla y vehículo a través del que hablar de la sociedad española de ayer, pero también de hoy y de siempre. Aquí se departe de sindicalismo, lucha social y condiciones laborales; de feminismo, de precariedad, de meritocracia, de fascismo… Todo ello en un bar, el Bar La Tana de Cartagena, lugar de reunión y esparcimiento por excelencia, contado por boca de los propios protagonistas: más de 45 cartageneros y cartageneras de diferentes generaciones cuyos testimonios configuran un relato atemporal, hilvanado con maestría en 3 horas y 20 minutos de película que en realidad son 6 horas y 40 minutos de montaje, ya que la pantalla es doble.
Suena a trabajo inconmensurable, ¿verdad? Pues lo es. Una gesta heroica. El barco de Fitzcarraldo aquí son todas esas pequeñas historias que cuentan algo universal que marcan nuestros días. Eso sí, el objetivo del filme sí que tiene una utilidad: poner a la sociedad española frente al espejo, permitiéndole mirarse a los ojos y darle impulso para trabajar por cambiar lo inaceptable.