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Así fue: El ruido interior de Radiohead

POR Martin Page

05/11/2025

La banda británica arranca con éxito la primera de sus cuatro noches en Madrid. Su potencia e intensidad emocional siguen intactas.

Fotos de cabecera y noticia: Martin Page

Han pasado siete años desde que Radiohead se tomó un descanso indefinido tras la gira mundial de A Moon Shaped Pool (2016), un álbum que ya sonaba a despedida. No un final abrupto, sino una retirada lenta, casi elegíaca, como si el grupo hubiera decidido evaporarse antes de repetirse.

Desde entonces, el quinteto de Oxford se disolvió en proyectos paralelos: Thom Yorke y Jonny Greenwood volcaron su pulsión creativa en The Smile, una especie de destilado de la tensión rítmica y la ansiedad nerviosa de los primeros Radiohead; mientras Ed O’Brien y Philip Selway grabaron discos en solitario.

El resto del mundo nos fuimos acostumbrando, poco a poco a su silencio, aunque sin perder la esperanza de volver a escucharlos juntos.

El anuncio repentino de una nueva gira europea para noviembre y diciembre de 2025 sacudió la comunidad musical con la intensidad de un pequeño terremoto emocional. No sonaba a nostalgia prefabricada ni a maniobra de marketing: sonaba a urgencia, a necesidad vital.

En un tiempo de ruido infinito y sobreproducción cultural, el regreso de Radiohead tiene algo de resistencia estética.

Y es que durante más de tres décadas, la banda británica ha sido un termómetro del desconcierto contemporáneo: una banda que nunca se limitó a hacer canciones, sino que diseñó climas emocionales. Cada disco suyo fue una mutación del lenguaje del rock hacia lo inasible.

OK Computer (1997) anticipó la paranoia digital antes de que existiera el algoritmo; Kid A (2000) descolocó a sus fans borrando las fronteras entre lo orgánico y lo sintético; In Rainbows (2007) supuso su brillante madurez musical y A Moon Shaped Pool cerró el ciclo con la serenidad del agotamiento. Radiohead no solo acompañó los cambios culturales: los narró con la precisión de un sismógrafo.

Por eso, su vuelta no es una simple reaparición. Y que el primer concierto de esta nueva etapa sea en Madrid (antes de visitar Bolonia, Londres, Copenhague y Berlín) más de veinte años después de aquella abrasadora noche de julio de 2003 en Las Ventas presentando Hail to the Thief, tiene algo de reparación simbólica. Una deuda saldada.

El Movistar Arena, lleno hasta la última butaca tras una desesperante gymkana digital de entradas imposibles, vibraba en calma antes del concierto con una expectación que casi se podía tocar y con esa profunda reverencia que solo provocan las bandas que te acompañan a lo largo del tiempo.

En medio del recinto, un escenario en forma de cilindro circular rodeado por paneles luminosos que parecía más bien una nave de meditación o un espacio de viaje interdimensional: un dispositivo de inmersión diseñado para borrar la frontera entre el sonido y la emoción.

En esta gira-residencia europea, Yorke, O’Brien y Selway —los encargados de la selección del repertorio cada noche— decidieron que lo mejor era abrir el concierto con la cristalina Let Down, el corazón emocional de OK Computer, un tema que suena como si el tiempo se partiera en dos y que te atraviesa con su bella melancolía.

El recinto se inundó de dulces acordes en tonos blancos y rojos proporcionando el delirio general entre el público.

Después, el rugido rítmico contenido de 2+2=5, con las imágenes saturadas de los músicos en los paneles lumínicos, seguida de Lucky que flotó sobre todos nosotros como la oración luminosa que es: ‘It’s gonna be a glorious day’, cantó Yorke, y, en ese momento, tenía toda la pinta de serlo.

Los británicos siempre se han caracterizado por ir desplegando su repertorio sin concesión alguna mientras te invitan amablemente a su inmersión sonora. Y eso fue lo que hicieron con Ful Stop y Myxomatosis elevando el pulso hasta la distorsión total, un caos sonoro que por momentos rozaba lo sublime pese al sonido regulero del recinto cuando la banda subía su intensidad.

El momento «hit»

Entonces llegó uno de los contados hits de la noche No Surprises: ese momento en que el público se convierte en un solo latido sin alarmas y sin sorpresas, donde la tristeza se acaba confundiendo con la calma. Seguida de esa extraña divinidad que contiene Videotape, otra joya que con su delicada y particular cadencia melódica, selló la primera gran comunión de la noche.

Pero claro, cuando sonaron los primeros acordes de Weird Fishes/Arpeggi, el aire cambió. El público contuvo la respiración para después liberar un suspiro gigante. Y es que hay canciones que no se escuchan: se habitan. Sobre todo si te dejas atrapar en el viaje emocional que produce su stendhaliana progresión de acordes.

Radiohead es una banda que no necesita explicación: se siente o no se siente. El tramo central del concierto fue una sacudida eléctrica. 15 Step y The National Anthem desataron una euforia rítmica casi tribal, mientras los paneles del escenario subían y bajaban al compás de una coreografía hipnótica y a ratos psicodélica. Leonardo DiCaprio dijo una vez: «¿Cómo no puedes ser fan de Radiohead?» y eso nos preguntábamos todos mientras atravesábamos como podíamos sus diversas capas visuales y sonoras.

Después, un descenso: la prístina Daydreaming, con Jonny Greenwood al piano y Yorke convertido en médium vocal, desplegó una tristeza insoportablemente bella acompañada de unas luminosas anémonas digitales que mecían al público en una nana interminable. Pocos grupos pueden producir un sobrecogimiento de ese calibre. Y además fue una de las canciones con mejor sonido en la noche de ayer.

El último tramo del concierto fue un viaje entre lo terrenal y lo abstracto. La enérgica Bodysnatchers rugió con los habituales guitarrazos de la telecaster de Greenwood —ese Dorian Gray del rock alternativo— y la electrónica anárquica de Idioteque acabó transformando el recinto en una especie de rave espiritual, con Yorke bailando descontrolado y sonriendo alrededor de todo el escenario como si no existiera el peso del mundo.

Al acabar, la banda se desprendía satisfactoriamente de sus instrumentos y el resto nos dimos cuenta que había pasado una hora y media como si fuese un suspiro. El tiempo es relativo, ya se sabe. Y en circunstancias como esta más.

Tras un brevísimo paréntesis los de Oxford regresaron al escenario para el primero de los bises: Fake Plastic Trees con miles de luces móviles encendidas en el momento mas popular de la noche mientras los sueños perdidos de los asistentes parecían sobrevolar por todo el recinto de manera fantasmal.

Continuaron  después con ese mar en calma llamado Subterranean Homesick Alien que te abraza como el más suave de los edredones nórdicos seguido de un Paranoid Android que, en directo, sigue siendo una experiencia casi mística que te sacude cabeza, corazón y alma.

En ese momento, es fácil de comprender por qué OK Computer sigue siendo el disco más influyente de los últimos treinta años: suena como el punto exacto entre la angustia y la revelación. Además de ser una bisagra musical fundamental entre los dos siglos que nos han tocado transitar.

Después del viaje sinfónico y existencial de How To Disappear Completely (¿que otra banda puede permitirse tres canciones lentas y desgarradoras en los bises de un gran recinto?), el concierto enfilaba su recta final a través del icónico latido rítmico de There There con los hermanos Greenwood colaborando enérgicamente en las percusiones y que al final de su viaje sonoro, la canción deja esa inolvidable sensación a petricor producida por una repentina tormenta veraniega.

Un cierre inevitable

Para terminar, la extrañamente reconfortante Karma Police que sonó inevitablemente como un gigante reencuentro entre banda y público.
“For a minute there, I lost myself”, cantaba Yorke mientras todos lo coreábamos al unísono sintiéndonos delante de un espejo. Porque durante poco más de dos horas, en medio de todo el ruido del siglo XXI, Radiohead volvió a ofrecer el ruido y a la vez el silencio más valioso: el de escucharnos a nosotros mismos.

Thom Yorke, Johnny Greenwood, Ed O’Brien, Philip Selway y Colin Greenwood han regresado no para repetir el pasado, sino para recordarnos quiénes fuimos y, de alguna manera, en que nos hemos convertido.
No hay épica impostada en su vuelta, sino una melancolía luminosa: el sonido de un mundo que aún sigue buscando sentido entre la desesperación, la distorsión y la ternura.
Y, quizá por eso, su música sigue siendo el lugar donde muchos encontramos refugio cuando todo lo demás falla.

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