Una nueva ola wéstern se ha instalado en la pequeña pantalla, tal vez por lo barato de su producción o por lo exótico de la época que evoca, a veces ahorrando en sangre y dando a la ficción un corte más existencial, pero siempre conservando la épica y la aspereza que le dan sentido al género. Entre los éxitos más recientes destaca Westworld (HBO), que el pasado abril estrenó segunda temporada y ya ha confirmado la tercera. Como Firefly (2002 – 2003, FOX), es un producto de ciencia ficción con corazón cowboy. Su barroca trama se ubica en un parque temático ambientado en el Lejano Oeste, con androides como habitantes. Violencia, sexo, un amplio y carismático elenco, espectaculares paisajes… HBO quiso insistir en los ingredientes de Juego de Tronos para intentar replicar el éxito, pero Westworld, siendo estupenda, ha resultado demasiado sofisticada como para convertirse en fenómeno. En fama y aceptación reciente la sigue la miniserie Godless (2017), una creación de Soderbergh y Scott Frank para Netflix que recupera el clásico triángulo bandido-sheriff-vaquero para contar la historia de un pueblo a cuyo mando queda un grupo mujeres cuando todos sus maridos mueren en la mina. Se verán obligadas a enfrentarse a sindioses como bandidos, viruela, inundaciones o la vida en el rancho. Más absorbente resultaba Deadwood, otra original mirada a la época (disponible en Movistar +), que se canceló en 2006 considerándose ya de culto con tres temporadas. Villanos, prostitutas, alcohol, humor negro, anarquía y David Milch al volante para una HBO que entonces saboreaba las mieles de Los Soprano. Más temporadas (cinco) acumuló Heel on Weels (2011-2016, AMC), una producción con gran sentido estético pero algo pretenciosa que quería mostrar cómo, tras la Guerra Civil, Estados Unidos se convirtió en tierra de oportunidades. También la miniserie Texas Rising (2015), dirigida en canal History por el dos veces nominado al Óscar Roland Joffé (La Misión), resultó irregular en su narración de la lucha de los Rangers de Texas.