Al principio fue tan solo un consciente contacto con las manos suficiente para que las yemas de mis dedos se perdieran en tu tiempo y espacio. Un encuentro entre el niño que abraza la inocencia en el placer primigenio del juego y la tentación adulta de la sensualidad erigida en el discurrir de los años. Una unión donde la orografía de tu cuerpo rebosante de vulnerabilidad reacciona ante las emisiones de mi tacto, que se tensa ante tus sospechas y flaquea y se debilita hacia tus inclinaciones. El hilo invisible, irrompible, de nuestros cuerpos, la empatía, que no es más que el recuerdo de nuestros encuentros. Una conversación eterna a través únicamente del sentido del contacto hace fluir los sonidos que encierra el propio silencio, descubrir los olores de lo invisible, emerger inéditas imágenes adulteradas por la evocación y la esperanza, germinar el gusto antes de tocar tus labios. Ya sabíamos que podíamos no vernos, ni escucharnos pero que no podíamos vivir sin tocarnos. Nuestras huellas somáticas borrarán los límites que nos impusieron, es nuestro legado palpable. En el principio no fue el verbo, fue el contacto, el tacto, el único sentido sin el que no podríamos nacer, ese mismo al que un día una pandemia le puso una camisa de fuerza, pero que volverá más puro que nunca. Así es este libro, como la tierra, que se toca; que nos toca, mucho antes de abrir los ojos, de oler, de saborear o de escuchar.