Durante el confinamiento, Joaquín Reyes (Albacete, 1974) rescató de un cajón el borrador de una novela que había ido escribiendo en los últimos cuatro años con indisciplinado entusiasmo. “Me prometí a mí mismo que si al final no me sentía satisfecho lanzaría el manuscrito a las llamas”, se sincera el humorista. “Claro que antes tenía que buscar una casa con chimenea…”.
Subidón (Blackie Books), la fascinante y triste historia de un cómico en caída libre, se puede leer como un divertido artefacto gogoliano (“soy adicto a la literatura rusa”, reconoce) pero también como un ajuste de cuentas del autor con su otro yo. “Ese en el que me habría convertido de no haber gestionado bien la fama”.
Si Tolstoi te leyera diría que todos los humoristas felices se parecen pero que a la hora de hundirse cada uno lo hace a su manera…
Es posible, aunque las nuevas generaciones son más ingeniosas y están mejor preparadas para el fracaso. Y que conste que esto no es un chiste. Emilio Escribano, el protagonista de mi novela, atraviesa un mal momento: ese punto delicadísimo de la trayectoria profesional de un cómico en el que la fama te convierte en gilipollas.
¿Te pasó?
Digamos que me subí al último tren... Lo que cuento en el libro no es lo que me pasó, sino a lo que me habría visto expuesto de no haber tomado ciertas decisiones. Por eso no me ensaño demasiado con el personaje. Sufre penurias y a veces nos dan un poco de vergüenza sus reacciones, pero un puntito de piedad es fundamental para no dejar de leer.
Siguiendo con los rusos, me decía Gary Shteyngart que quien aspire a convertirse en un gran escritor debe haber tenido asma. ¿Estás de acuerdo?
No cumplo con el requisito, pero creo que se refiere a Proust, que sí lo fue. Eso explica que se vengara un poquito con las frases interminables de En busca del tiempo perdido. Leyéndolo uno siente que le falta oxígeno. Supongo que esas cosas marcan estilo. Dostoievski, por ejemplo, fue epiléptico.
También me contaba Shteyngart que su lector tipo eran mujeres 74 años que vivían solas con un gato en urbanizaciones de las afueras de Boston. ¿A quién le escribes tú?
Me gustaría salirme de la zona de confort de mis fans. Pero, puestos a elegir, prefiero no perder ninguno. En las presentaciones se me ha acercado gente mayor. ¿Eso es bueno?
El problema de algunos humoristas es que nunca terminan de bajarse del escenario. ¿Te ha pesado el personaje en esta nueva reinvención como novelista?
No quería que Subidón fuera el típico libro de famosete que aprovecha el tirón para firmar ejemplares. Me he tomado este proyecto muy en serio, pero sin renunciar a mi lenguaje, el humor, que he tratado de aplicar en dosis adecuadas, sin caer en la tentación de encadenar gags y chistes.
Podrías haber publicado el libro bajo seudónimo, uno de mujer que tuviera más tirón…
[Risas] Granujilla… Lo de Carmen Mola me pareció una jugada, no sé si maestra, que nada tenía de ingenua ni casual. Pero en estos tiempos impredecibles nunca se sabe. En cuanto a mí, las dudas iban por otro lado y sentido contrario: me planteé llamar al protagonista con mi nombre. Deseché la idea enseguida. Por alusiones, más que nada.
La edición en papel de El Duende del mes de diciembre va de emociones. ¿Qué te provoca un subidón?
Tengo la suerte de trabajar entre amigos y en la comedia, que es mi género favorito. No me puedo permitir el lujo de estar desanimado, pues lo mío es divertir a la gente con mis ocurrencias. Se podría decir que el subidón, como la valentía a los soldados, se me supone y viene de serie.
Me gusta eso que dices de que algunas críticas no pueden ser recibidas sino como un halago. ¿Qué es lo peor-mejor que se ha dicho de este libro?
Aún es pronto para sacar conclusiones, pero pienso que las peores-peores críticas son las que no sabes muy bien por dónde van. Recuerdo que una vez hice un monólogo para la entrega de un premio a José Luis Coll, que me mencionó en su discurso de agradecimiento: “Este muchacho acaba de demostrar lo difícil que es dedicarse al humor”. Qué quiso decir. Un misterio… [carcajada].
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