En los años 50 del siglo pasado, el western fue uno de los géneros mayores en el cine de Hollywood. No solo es la década de Centauros del desierto (1956) de John Ford, una reflexión fundamental sobre la figura prototípica del héroe. Son también los años, espléndidos, de los ciclos establecidos por algunos directores a partir de la repetición de una serie de temas y la estrecha colaboración con un actor: los westerns trágicos de Anthony Mann protagonizados por James Stewart –Winchester 73 (1950), Horizontes lejanos (1952)–, los más abstractos de Budd Boetticher interpretados por Randolph Scott –The Tall T (1957), Ride Lonesome (1959)– y los hieráticos de Delmer Daves con Glenn Ford –Jubal (1956), El tren de las 3,10 (1957)–. El western cotizaba al alza como nunca lo había hecho antes y como nunca lo hará después. Si en los de Mann, Boetticher y Daves el espacio que transitan los personajes es esencial (la naturaleza desafiante en Mann, las geografías lunares en Boetticher), hubo tiempo también para notables westerns urbanos como Wichita (1955) de Jacques Tourneur y Duelo de titanes (1957) de John Sturges. Es también la década de eclosión de la generación de la violencia (Nicholas Ray, Sam Fuller, Robert Aldrich, Don Siegel), para la que el western fue reflexivo y alegórico: Johnny Guitar (1954), de Ray, habla de la caza de brujas y del avance feroz del capitalismo, olvidada ya la mítica de la conquista del Oeste. Y los cineastas clásicos también dieron en aquella década piezas mayores: Howard Hawks y Río Bravo (1959), Fritz Lang y la fantasmagórica Encubridora (1952), King Vidor y La pradera sin ley (1955), Raoul Walsh y la pantanosa Tambores lejanos (1952), Ford con Centauros del desierto o la desencantada Misión de audaces (1959).
No siempre fue así. En la época del cine mudo era uno de los géneros-sostén de Hollywood, cierto, con proliferación de seriales y películas que recreaban asaltos y atracos que aún se estaban cometiendo ya que, en sus inicios, el western documentó la realidad inmediata y cambiante del propio país, la expansión de las ciudades, el tendido del ferrocarril y el final del mito de la frontera. Pero en los años 30, con la instauración del sonido y la abundancia de cowboys cantantes en las pantallas, se realizaron pocos westerns importantes: los épicos La gran jornada (1930) de Walsh, Billy the Kid (1930) de Vidor y Buffalo Bill (1936) de Cecil B. De Mille. Fue una película de Ford la que, al declinar la década, pondría de nuevo el cine del Oeste en el mapa: La diligencia (1939). La Segunda Guerra Mundial cortó de cuajo está renovación pero, terminada la contienda, el género resurgió de sus cenizas. Solo con la concepción melancólica del western crepuscular en versión otoñal –El hombre que mató a Liberty Valance (1962) de Ford, Duelo en la alta sierra (1962) de Sam Peckinpah– o paroxística –Grupo salvaje (1969) del mismo Peckinpah–, el cine del Oeste hincó la rodilla.
En los últimos treinta años ha sobrevivido gracias a ser el bendito “capricho” de algunos independientes –Dead Man (1995) de Jim Jarmusch– y de actores aficionados al género: Clint Eastwood mantuvo la llama clásica con El jinete pálido (1985) y Sin perdón (1992); Kevin Costner se sirvió de su popularidad para dirigir westerns –Bailando con lobos (1990), Open Range (2003)– o producirlos y protagonizarlos –Wyatt Earp (1994) de Lawrence Kasdan–; Ed Harris debutó tras la cámara con Appaloosa (2008). Las películas del Oeste se hacen ahora en cuentagotas y es en la televisión donde han aparecidos los logros más interesantes: la seca y virulenta Deadwood (2004-2006). Existen sugerentes hibridaciones genéricas, caso de Bone Tomahawk (2015) de Z. Craig Zahler, un western con canibalismo, o excelentes neo-westerns como Comanchería (2016) de David McKenzie. Pero solo cuando Quentin Tarantino ha destapado el tarro de sus esencias “westernianas” con Django desencadenado (2012), película alumbrada por el euro western, y Los odiosos ocho (2015), un filme de cámara, aunque rodado en 70 mm, ha vuelto a hablarse del western como lo que casi siempre fue, un género mayor. Que Tarantino, el gran responsable del pastiche contemporáneo en la cultura de masas, haya repetido género solo en una ocasión dice mucho de la incidencia que aún posee: no se ruedan tantas películas del Oeste como antaño, pero sigue figurando, rotundo, en el imaginario popular.