2019 suena a estribillos de baile eneasílabos y a música en la calle y en todas partes. A poesía de barrio, a spray, a spa y al bullicio del Primark. Suena a percusiones de lucha a ritmo de esperanza y a mi portal de la infancia. A violines de recuerdo a los amores que se fueron. A guitarras para las heridas y el deseo de una sección de viento de seguir viviendo al margen del imperio de la partitura. Al Madrid de los que gritan odio y de los que susurran haciendo el amor. Bukowski hablaba de la bendición que es “que te guste la música rock, la música clásica, el jazz… Todo lo que contenga la energía original del placer”. Hay sonido en la corteza del árbol más allá del viento, en la leña guardada y en aquella vacía carpintería. Debe ser la nostalgia de Dios o una soprano invisible. Las nubes no repiquetean, pero se pueden tocar con la punta de las notas de los dedos, los colores se pueden escuchar y las canciones se pueden colorear. “El amarillo suena como una trompeta y el violeta se parece al sonido de un corno inglés”, escribió Kandinski. De la dicha al dolor solo hay un paso sostenido. La armonía cambia a la vuelta de cada estrofa. Los fantasmas están hechos de ecos. La música no es más cosa que la vida: una banda sonora de acentos y silencios, carne y deseo.