Más de cuatro décadas lleva Alfonso Aijón (Madrid, 1931) diseñando las temporadas de Ibermúsica, promotora de conciertos que cada año nutre el Auditorio Nacional de los mejores directores, orquestas e intérpretes del momento. A sus 82 años, asegura el empresario madrileño que la música clásica es un deporte de riesgo. Quizá porque antes que gestor cultural en Madrid fue pastor de búfalos en Japón, escalador en el Himalaya, cónsul honorario en Hong Kong, enterrador y hasta banquero. Se considera un hombre con suerte por haber nacido en Europa, “un continente sin los huracanes de Estados Unidos, los terremotos de Japón ni las hambrunas de África” pero también “por tener una familia armoniosa y unos maravillosos maestros” que despertaron en él todo tipo de inquietudes, y “por haber disfrutado de la naturaleza antes de que la polución y la desmesura urbanística la destrozaran”.
Recuerda que en 1963 llegó al primer campamento de refugiados de tibetanos en Pokhara, “que entonces era una enorme pradera llena de tiendas de campaña en las que se albergaban medio millar de familias, alimentadas y administradas por la Cruz Roja Suiza”. A los extranjeros sin contrato como él se les permitía una estancia nunca superior a quince días. “Pero mi visita coincidió con la expulsión de una monja italiana que cometió el error de espantar una vaca a pedradas, así que el doctor Schnurrenberger, famoso herpetólogo suizo, me ofreció el puesto vacante”, lo que le permitió cumplir su sueño de toda la vida: “Recorrer el Himalaya”. Un destino recurrente en su biografía que sigue visitando casi cada año.
En 1972, volviendo de su exilio voluntario en Nepal, se salvó por los pelos de un accidente de avión en el que murieron ochenta personas. “No llegué a la conexión porque llevaba una caja con cuatro serpientes venenosas para el zoológico de Zúrich que me obligaron a dejar en una consigna de Swissair después de haber conseguido burlar a los aduaneros”. No ha sido, en cualquier caso, el único vuelo mortal del que se ha librado. La noche del 18 de febrero de 1985, tras un concierto tardío en el Teatro Real en compañía del director Jorge Rubio, se asomó “por pura curiosidad” a las mesas del Casino de Torrelodones, de donde salió horas más tarde con varios miles de pesetas en los bolsillos. “Al día siguiente me esperaban en Bilbao, con motivo de la actuación de los Virtuosos de Moscú que dirigía Vladimir Spivakov para la Sociedad Filarmónica, pero me quedé dormido y no llegué a tiempo a Barajas para coger el fatídico vuelo 610 de Iberia”. Otra vez, la misma extraña sensación de haber estado al borde de la muerte. Fue aquél un vuelo tristemente histórico, pues en el siniestro murieron todos sus ocupantes, entre los que se encontraba el ministro Gregorio López Bravo. “Al día siguiente visité de nuevo el casino en acción de gracias por haberme salvado la vida. Y por haber vuelto a dejarme ganar”.
A la pregunta de si la suerte es de los valientes o si, por el contrario, sólo concierne a los mediocres, Aijón resuelve astutamente: “No lo tengo claro. Lo importante es no buscarla, sino esperar a que te sorprenda”. Se ríe él de los vaivenes del Ibex después de haber sobrevivido a una gira con la Filarmónica de Nueva York en huelga y los abogados de Rockefeller pisándole los talones. “He hipotecado tres veces mi casa, pero es ahora cuando empezamos a tener problemas serios. La crisis ha difi cultado mucho la captación de patrocinadores”, se lamenta. La temporada de Ibermúsica (por la que este año desfi larán Claudio Abbado, Esa-Pekka Salonen y Michael Tilson Thomas, entre otras fi guras) depende en más de un 80% de los ingresos de taquilla y de la fi delidad de sus cerca de cuatro mil abonados. Pero no sólo. Más allá de la chequera y el talonario, el verdadero sustrato de sus 42 temporadas de concierto son los lazos de amistad con los artistas. “Daniel Barenboim y Zubin Mehta han dirigido gratis en Madrid”, se jacta Aijón, quien reconoce sin embargo haber sufrido el ensañamiento de un repertorio que considera maldito. “Me persigue la mala suerte del Réquiem de Verdi. Con esta obra en el programa, me vi obligado a cancelar una gira de Mehta llena de contratiempos. En otra ocasión, esta vez con Carlo Maria Giulini a la batuta, el bajo cayó enfermo poco antes de empezar el concierto y con el Palau de la Música Catalana a rebosar…”. Pero, como la esperanza es lo último que se pierde, logró encontrar entre el público a Carlo Colombara. “Se prestó a cantar, pero a la altura del Kyrie Eleison de pronto pereció uno de mis abonados de un ataque cardíaco. Pero es que, al día siguiente, saltó la alarma de incendios en mitad del concierto…”.