En su recién publicada Tiempo de vida (Anagrama), Marcos Giralt Torrente se quita toda coraza de pudor para escribir sobre la conflictiva relación que mantuvo con su difunto padre, el pintor Juan Giralt, una relación que penó una herida sin sutura prácticamente hasta que el cáncer acabó con el artista plástico.
El escritor tira de los hilos de la madeja de recuerdos que tiene de ella para analizarla con claridad. “He necesitado ordenar literariamente mi experiencia con mi padre y rendirle un homenaje póstumo que le restituya al lugar preeminente del que mis enfados le apearon con frecuencia”, afirma. Ojo, la obra está escrita en son de paz, el autor no quiere ajustar cuentas con su progenitor, “todo lo que digo se lo dije a él deslavazadamente”. Tampoco recibe pullas la mujer con quien Juan Giralt se casó tras divorciarse de la madre de Giralt Torrente, cuyo olímpico egoísmo la hizo acreedora de la antipatía de éste, “creo que en el libro intento entenderla y que en cierta forma la absuelvo”. Al contrario, son muchos los escenarios revisitados en estas páginas donde se transparenta la complicidad entre padre e hijo, como la época de los entregados cuidados de Giralt Torrente al Giralt depredado por la enfermedad, que convirtieron al primero en padre de su padre, “ese es nuestro destino, desgraciadamente”. O como la batalla del pintor por que su hijo escarmentara en cabeza paterna por la vía de sus consejos, una batalla perdida porque “el hombre no escarmienta hasta que el peligro le está literalmente comiendo los pies”, lamenta el autor. No obstante, el libro tiene más ambición que fotografiar con letra a esta pareja y su círculo más próximo. Suma el interés de servir de espejo para la reflexión a cualquier dúo padre – hijo, porque todos suelen profesarse cariño mutuo, pero un cariño sepultado bajo capas de desencuentros. “Todas estas relaciones tienen concomitancias. Por ejemplo, es normal, y hasta necesario, que en un momento u otro los hijos se rebelen en contra de sus padres, para que puedan construirse como individuos autónomos”, opina Giralt Torrente. Para acentuar la universalidad de los personajes, el autor no les pone nombre, si bien todos identifican algún miembro de su entorno. “A mi madre el libro le afectó en un primer momento. Pasado el susto, es una de sus máximas valedoras”, comenta. La obra atrapa al lector con el lazo de su prosa metafórica y un estilo desahogado, que va al grano, sin ampulosidades. No es una autobiografía, ni una novela, ni un ensayo. ¿No puede envasarse en ningún género? “Me gusta decir que es una ficción sin invención”. Este joven escritor nos tenía acostumbrados a unas novelas de fantasía, producto de una imaginación impirateablemente fértil. Con París y Los seres felices demostró que no era un fuego artificial, que prometía una carrera como autor más allá del lugar donde lo ubicaba la crítica: a la sombra de la inextinguible luz de su abuelo, Gonzalo Torrente Ballester, y eso que quien más cargó sus pilas literarias fue su padre, aunque sin saberlo: “Cuando mi cuarto de juegos dejó de ser su estudio, sentí su ausencia, y como venganza me volqué exclusivamente en la literatura, que era el mundo de mi madre y su familia”.
Foto: Luis Asín