Foto. Maika Makovski © Martin Page
Edit nº204
Ayer una emoción me asaltó desde un escenario. Atravesó mi carne a la altura del pecho, se expandió a través de mi piel y colmó mi garganta con un grito de silencio. Se me echó encima tan inquebrantable e impetuosa que nada pude hacer por esquivarla o contenerla. De la cárcel de máxima seguridad de mi cuenca ocular se escapó una lágrima que camuflé junto a mi bochorno entre el estruendo de aplausos. Una emoción que me puso en pie, delante de una butaca anónima entre cientas, sin focos, ni atenciones, ni técnicos, ni apuntador. Me juré rendirle homenaje a sabiendas de que en su potestad las palabras se revelan con impotencia. A fin de cuentas la emoción es la respuesta al misterio del arte. El inasible roce con Dios. El hallazgo de que me encontraba vivo en un instante eterno. Un rayo de esperanza ante el abismo de lo imposible. El recuerdo de mi más dolorosa ausencia. La nostalgia que dejó aquel beso. Una energía contagiosa. Un teatro atiborrado de emociones que se fundieron en un hilo invisible como una orgía en la platea. El éxtasis de la creación hasta que cayó el telón, se encendieron las luces, y volví a casa por la acera de lo cotidiano. La emoción se convirtió en recuerdo, pero fue capaz de salvar el arte como un peregrino el camino con sus huellas.