En la foto: Ferrán Centelles © elbullifoundation
La danza ancestral entre el Aire, el Agua, el Fuego y la Tierra lleva alimentando los viñedos de todo el mundo desde tiempos inmemoriales. Pero hay zonas donde uno de los elementos reina sobre los demás: en Jerez, la hipnótica tierra albariza; en Lanzarote, el fuego dormido de sus volcanes; en Aragón, el viento que todo lo revuelve; y en Galicia, esa humedad salina que cala hasta los huesos.
Cada viñedo del planeta lleva su destino escrito en el Agua que le quita la sed, el Fuego que lo prende de vida, la Tierra que lo nutre y el Aire que lo esculpe. El juego entre esos cuatro elementos define su personalidad y, por tanto, la de los vinos que nacen de él. Aunque existen lugares en los que uno de esos elementos predomina sobre los demás, convirtiéndose casi en emblema. De Cádiz a Pontevedra, hemos ido en busca de los cuatro rincones elementales más singulares de España.
Albariza a quemarropa
Remolinos de arena, hoyos volcánicos, escudos de pizarra, refugios de arcilla… las raíces de las viñas habitan en suelos muy diversos que no solo las sostienen, también las alimentan y dejan una impronta en su carácter que después se refleja en los vinos en forma de mineralidad, finura, concentración, pureza, estructura…
El ejemplo más sugerente que se nos ocurre es el de la blanca albariza, la tierra calcárea y hechicera que lleva 3.000 años escribiendo la historia del Marco de Jerez. «La albariza es más que un suelo, es la pureza de la historia, el tesoro de sus estratos, la magia de su capacidad de absorción. Es interpretar con certeza que estamos ante uno de los suelos más imponentes del territorio. El blanco es el color de nuestra verdad», proclama Primitivo Collantes González.
Desde Chiclana de la Frontera (Cádiz) inició el socairismo, una suerte de revolución que explora el lado más salvaje de la albariza: “Es un suelo que imprime carácter a toda idea hecha vino, nunca pasa de puntillas, es actor principal. Dimensional en boca, secante, y muchas veces hasta ‘cortante’. Los vinos están marcados por su sapidez, la mejor carta de presentación para adentrarse en lo sensorial de la albariza».
Joaquín Gómez Beser, abanderado de Territorio Albariza junto a Primitivo y otros inquietos elaboradores de la zona, lanza desde su Meridiano Perdido (Jerez) otra certera sentencia: «Buscamos identidad, buscamos terruño, buscamos que el vino sepa a sal, a tierra, que sepa a albariza y darle cada uno nuestro toque, nuestro duende».
Donde el viento nunca descansa
«Hechizado de Tramuntana / estoy rendido al acelerón», canta Guitarricadelafuente. El viento, etéreo e impredecible, es una fuerza capaz de enloquecer almas y cepas, y de tocarlas con su huracanada genialidad. En España, vientos como el poniente, los alisios, el cierzo o la tramontana suelen convertirse en aliados del viñedo y, en ocasiones, en su némesis: ayudan a mantener las viñas sanas o a regular las temperaturas; pero también pueden destruirlas con su ímpetu o perturbarlas con un exceso de calor o humedad.
Aragón, marcado por el frío y seco cierzo, es una de las regiones vitivinícolas de España con más incidencia del viento: «Lo que define a nuestros vinos es el viento. Además, decimos que son refrescantes, puros y limpios como él», cuenta Michael Cooper, que bautizó su proyecto en la D.O.P. Campo de Borja precisamente como Vinos del Viento.
Desde las alturas, en un rincón donde los vientos del noroeste y el suroeste se encuentran y dialogan a diario, el Master of Wine Fernando Mora reflexiona sobre su elemento predilecto: «En Alpartir, el viento nunca descansa. Es una presencia constante que moldea la forma de las cepas, la expresión de los suelos y el carácter de los vinos. El primero es el cierzo, un viento que modera las temperaturas, baja las máximas del verano y refresca las noches, ayudando a preservar acidez y tensión en las uvas. En la montaña, enseña a la viña a defenderse. Por otro lado, está el fagüeño, el viento del suroeste, más cálido y húmedo».
Como señala, la alternancia entre ambos crea un microclima único: el primero enfría y define; mientras que el segundo templa y da vida: «Cada día, cuando el cierzo barre las laderas y el fagüeño las acaricia al atardecer, las viñas respiran ese contraste. Y creo que, de alguna manera, esa conversación entre ambos vientos queda grabada en cada botella».
Cicatrices de lava
Existe un fuego (no tan) metafórico, el del sol, que prende de vida las viñas: a veces, tímido; otras, implacable. Pero en Lanzarote, el fuego de los volcanes dormidos ha esculpido uno de los paisajes vitivinícolas más fascinantes del mundo. En la isla de lava, las viñas crecen al abrigo de una tierra improbable, dentro de hoyos lunares excavados en la ceniza volcánica —también llamada picón— y rodeados por una armadura de piedras (el soco).
Elisa Ludeña, enóloga de El Grifo, la bodega más antigua de las Islas Canarias —y una de las diez más antiguas de España—, nos menciona la curiosa paradoja que se da en el viñedo lanzaroteño: «El fuego se identifica con la destrucción, pero aquí la ceniza lo que hace es dar vida, reteniendo el agua y nutriendo las viñas. Y, aunque fuego y frescor puedan parecer antagónicos, ese picón aporta una mineralidad muy marcada a los vinos, mucha frescura».
De nieblas y mareas
Las viñas del Salnés, en Pontevedra, también encarnan una húmeda paradoja: las más alejadas de la Ría y las que se sitúan a mayor altitud son las que más impronta yodada —o sabor a mar— dejan en los vinos. «El agua es una de partes más representativas de lo que es Galicia, tanto en forma de lluvia como, sobre todo, en forma de niebla. Y, a mayor elevación, mayor contacto con estas nieblas, que al final están formadas por agua salada. Realmente, los viñedos que están más pegados a la Ría, no tienen tanta incidencia yodada», explica Manu Méndez, enólogo y copropietario de Bodegas Gerardo Méndez.
El exuberante paisaje de las Rías Baixas está dibujado por el agua de sus ríos, rías, mareas, brumas y lluvias: «Pensar en Galicia es pensar en verde. El agua de lluvia que cae es conductora de muchísima biodiversidad. Y, al final, la incidencia del agua se traduce directamente en nuestros vinos como acidez y frescura».
Así señalan el Agua, la Tierra, el Aire y el Fuego sus territorios protegidos; pero el pulso del viñedo residirá siempre en la danza ancestral entre los cuatro.