Ayer fui y mañana volveré al mercado de palabras. El tiempo se para y apenas nada cambia y todo es distinto. Sus puestos rebosan verbos de intenso color, descripciones de marineros de piel desescamada, de sal, con olor a amor reciente. Romances que echaron raíces en una huerta, venciendo a los inviernos, dejando colgada una ristra de cabezas, apretando los dientes, con sabor penetrante de familia. Hay niños que juegan a dar patadas a metáforas naranjas y perros que olisquean pretéritos abandonados, futuros vacíos, rimas podridas y olvidadas que nadie quiso, que nadie busca y que tan solo ayer eran expuestas en primera línea de vida.
Me gusta perder la conciencia y observar los versos libres de las esquinas. A esos amantes que buscan sinónimos en las miradas, una paradoja que complete sus escotes, una hipérbole de pasión entre las manos metidas en sus pantalones, una personificación del éxtasis de las especias.
El mercado es la gran orgía de la poesía. Tras la música del baile de las monedas, entre el murmullo de los formalismos, se esconden en los silencios las más grandes de las historias. Una caperucita negra que choca y derrama todas sus esperanzas rojas por el suelo. Y el cazador, que galán se agacha a recogerlas, dejando en el aire un perfume de olor a la sangre de sus víctimas.
La luna se fue y el sol se irá de compras. Porque el mercado, aun de los poetas, no es más cosa que la vida; comer o ser comido.