Allí quedaron las dos tazas, una frente a la otra, cómplices aún tras la ausencia de los labios que en ellas se posaron. Vacías, sobre la mesa rústica de madera de haya de aquel café de luz intimista y rincones oscuros, en otro tiempo templo de inspiración cultural y hoy todavía guardián de secretos, de amores e infidelidades, de proyectos y sueños, de maquinaciones e intrigas, de páginas literarias y letras de canciones. Una de ellas, sobre el fondo de su cerámica, llevaba el rastro y conservaba el aroma puro de un espresso. La otra, entre las líneas de café, mostraba los restos de espuma de un cortado y, en su borde, pequeños trazos de pintalabios. Testigos inertes de una historia abandonada, quién sabe si recién iniciada o en su escena final. Allí quedaban sus posos como presagios del destino. Esos mismos que construyen los designios de un Madrid que huele a café recién hecho en su amanecer, que llenan de sueños papeles en blanco, que despierta a los poetas e infunde valor a los más cobardes hasta en una tediosa tarde de domingo. Con dos tazas como aquellas comenzaba la historia de El Duende hace 25 años y a las puertas de sus 200 ediciones le debíamos un homenaje a esta bebida que nos ha mantenido creativos tantas mañanas y despiertos tantos cierres nocturnos, pero, sobre todo, a esos cafés compartidos que quedan por siempre en el poso de la memoria.