En su último libro, Mercedes Cebrián nos explica por qué, pasados ya los cuarenta y tantos, decide apuntarse a clases de chelo, uno de los instrumentos más difíciles. La aventura le sirve a la escritora para evocar recuerdos de su infancia, reivindicar el placer del aprendizaje y construir metáforas culinarias inesperadas. Tal vez Cocido y violonchelo sea su libro más personal, sin que por esto pierda un ápice de la inteligencia a la que nos tiene acostumbrados.
Foto: © Lisbeth Salas
¿Te hubiese gustado ser una niña prodigio?
Reconozco que si viniera el genio de la lámpara y me dijera pide un deseo, elegiría, entre otras cosas, ser una niña prodigio durante un par de meses. Querría tener ese cerebro un rato para comprender cómo sucede el milagro de aprender con tanta celeridad.
A algunas personas les inquietan los niños prodigio, ¿rechazamos la excelencia?
Hay un gran tema en el rechazo a la excelencia, algo que persiguen las sociedades protestantes y su desarrollo capitalista, como Max Weber resume cuando habla del culto al trabajo. Las sociedades mediterráneas como la nuestra, sin embargo, consideran que la excelencia es resultado de la competitividad. Tal vez porque piensan que es poco solidaria, creen que no debe destacarse, en lugar de entenderla como un talento que beneficie a todos. Alguna reseña del libro ha ido por ahí, sugiriendo que la narradora está mostrando sus privilegios. En España, sólo el deporte es una excepción en este sentido.
¿A qué crees que se debe la falta de cultura musical de los españoles?
Entiendo que cada país, debido a su historia, su tradición e incluso a su clima, ha tenido distintas relaciones con las artes. España, como es un lugar muy luminoso, ha practicado muchísimo la pintura y le ha dado un enorme prestigio. Sin embargo, la música clásica y la filosofía —actividades más introspectivas— se dan mejor en sitios en los que no apetece tanto estar en el exterior, porque anochece muy temprano o hace frío, aunque parezca algo fácil la respuesta. Si un país no desarrolla en la educación primaria y secundaria una materia determinada, después es muy difícil que la gente se pongo por su cuenta a descubrirla. La música clásica es muy abstracta y luego resulta muy difícil acceder a ella sin una formación. Que no esté en los planes de estudio demuestra que tradicionalmente no es un arte suficientemente valorado, aunque aquí sí que hubo grandes maestros de capilla en el Barroco.
¿Y su extraordinario conocimiento gastronómico?
El conocimiento gastronómico de los españoles es inversamente proporcional al que tienen de la música clásica. La razón probablemente también sea el clima, es como si estuviéramos destinados a destacar en ciertas cosas. Alguien me contó que en Alemania, por ejemplo, los niños aprenden a tener orgullo por la industria de su país, en España sucede algo parecido con la comida. Mientras que en Inglaterra y en los países nórdicos, el puritanismo religioso hizo que hablar de comida estuviese mal visto, porque resultaba obsceno gozar de la buena mesa, ya que tiene que ver con el placer palatal, y por lo tanto con el cuerpo.
¿Qué tienen en común la gastronomía y la música?
Lo que más las une es que, antes del invento del fonógrafo, tanto la música como la gastronomía eran efímeras. Se acababa el concierto o te comías un plato y sólo quedaban los soportes escritos de la partitura o la receta. Por otro lado, la gastronomía es más visual y la música, más narrativa, aunque quizá una combinación de platos sí que lo sea.
¿A qué platos te recuerdan Bach, Vivaldi o Falla?
En el libro digo que Bach es como un chuletón vuelta y vuelta, porque Bach es cocina de producto. Mi profesora de chelo me dice que con Bach se te ven las bragas. No puedes engañar con adornitos, o lo tocas bien o no lo tocas. Vivaldi es pasta italiana, aunque suene algo manido, siempre hay unas pequeñas variantes, pero por lo demás es más o menos lo mismo. Y Falla es más especiado, quizá demasiado a veces, con un poco de azafrán, cúrcuma, pimentón…
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