Mi barrio son partidos interminables de fútbol de banco a banco hasta un grito de «el que marque gana». Es curiosidad y encogimiento ante la pandilla de los mayores, los mods con sus gabardinas verdes y, los rockers con la chupa de cuero de la lejana plaza de al lado. Es Dudu, omnipresente, con su gran bigote, tan familiar para todos como el panadero y el del Ondina; el puesto de los helados, los flashes y las bolsas de chuches. Es el terror de una banda de cabrones que la toma contigo y tus amigos, más pequeños, hasta que un cinturón negro se pone de por medio. Yoyos, cromos, peonzas, chapas, canicas y mucha, mucha arena que sobre las palmas de las manos busca refugio bajo las uñas. El estío interminable, el socorro de los 15 minutos más al telefonillo y las primeras noches y los primeros versos. Gamberradas inconfesables que un día vas y le cuentas en confesión al párroco del Padre Nuestro. Motes, heridas, muchas heridas y escayolas del todo firmadas que se lucen con orgullo los primeros días. Cumpleaños de babyboom que superan el aforo y la lógica de una casa muy pequeña que se pensaba enorme. El olor de tu madre y su comida y los juegos de mesa. La película que día tras día reponen sin compasión tus tres hermanas y acabas aprendiéndote de memoria, junto a las canciones de los grupos que repudias, pero que también se apostan. La vía del tren con tantas piedras como historias. El motocine, los descampados, los amelios y los plátanos. Nirvana y el tiempo eterno alrededor de una guitarra. Y la ventana de la casa del quinto, desde donde todo es poesía, esperando absorto a ver si pasa de nuevo la vecina de ojos claros para escribir una nueva página en tu diario. La lluvia blanca golpeando el cristal y el aire limpio, hasta que vence el sueño. Hace mucho tiempo que ya no pasa nadie. El recuerdo duele cada vez menos, pero aun tan lejos permanecen las ramas del cedro movidas por el viento y sus sombras en el suelo. Este es mi barrio. Aquel que nadie puede cambiar ni arrebatarme.