Una angustia existencial millennial y un sentido del humor un tanto paradójico (por exagerado), le sirven para firmar unas composiciones que deambulan por entre las incongruencias del amor propio: ese infierno que es uno mismo; la autoparodia aquí es su arma más fina y certera. Lágrimas risueñas, alegrías desesperadas. Fiestas envenenadas donde uno es el invitado más esperado, al tiempo que se convierte en el cenizo más inoportuno. Para de La Iglesia “es importante quitarle un poco de peso a la parte dramática de una canción, para que no se atragante. Mi humor, aunque sea bastante oscurillo, tratar de sacarle una sonrisa al oyente”, nos cuenta al teléfono, mientras lo pillamos callejeando por Madrid. Así, en su trabajo discográfico, el humor y la tragedia buscan entenderse.
Canta de La Iglesia en El cielo son los otros, su último single, “estoy tan cansado de solo hablar de mí que voy a cantar sobre lo que me hace reír”. Hasta ahora, sus dos anteriores trabajos, el EP Llorar de fiesta (2018) y el LP Tragedia española (2020) se centraban más en su propia vida (y sus (des)amores: que no amoríos), en tanto que actor secundario, subalterno de sus propios dramas, que miraba con ironía y una cierta distancia displicente. Aquí, parece ya que quiera moverse hacia un punto de luz más concreto y cegador, rescatando la risa pura de lo cotidiano, de sus amigos, de su gente. Y es que, confiesa de La Iglesia, que es ésta última la canción más luminosa que ha hecho nunca. No obstante, matiza el cantante madrileño que se trata de una canción suelta, que seguramente no entrará en su próximo disco (espera entrar a grabarlo en noviembre y poder editarlo antes del próximo verano). Será un disco conceptual, más melancólico (“y menos teatrero”, nos dice); con un sentido del humor más rebajado. Aunque, “a mí siempre me sale meter alguna frase que tenga un poco de gracia”, sentencia el cantante y compositor. Por lo que se espera que no pierda esa poética chocante y disparatada marca de la casa.
En su vida normal, Lucas de la Iglesia, es una persona que “está constantemente haciendo bromas y que busca la risa propia y de los demás”, nos dice, y que luego ya se va desperdigando en las letras, tanto las de sus canciones como las literarias. Y es que también es escritor. Su libro debut, El tejido de las cosas (Libros Walden, 2020) daba cuenta de una realidad hipertrófica, de una metafísica del absurdo que va muy en consonancia con las letras de su música. Con asociaciones mentales más o menos extravagantes, que rompen con las habituales leyes de la física, y un surrealismo libérrimo que va fiando la risa al efecto de la acumulación. Nos cuenta que en sus libros (está dando vueltas al segundo) explora atmósferas diferentes a las que trabaja en sus canciones, menos etéreas, aunque más punzantes. Sobre su primer libro (que firma con el apellido Vidaur) afirma que surge de cosas sobre las que le gusta pensar y le hacen gracia como, por ejemplo, una guerra de servilletas en un bar, y que se da así porque en una novela “hay más espacio para escribir”. Le gustan esas situaciones al estilo del realismo mágico, que sean un tanto absurdas.
Su segundo libro está apenas esbozado, pero ha venido pensando mucho sobre él, afirma. Algunas de estas ideas las tiene bastante claras: sabe que será más extenso, con un desarrollo más profundo de los personajes. Estará construido a base de capítulos cortos, relatos pequeños y muchas aventuras. Será, sin duda, mucho más ambicioso (y contará con, el menos, las voces de siete personajes, conectados entre sí), con tramas más definidas. En resumen, “que será una gran historia de tonterías, pero un poco más épica que la novela anterior”, dice carcajeándose de La Iglesia / Vidaur mientras despedimos nuestra conversación. Y sentencia: “Nada más termine el disco, me pongo con la novela”.