Y algo parecido a un redescubrimiento tuvo que sentir Abraham García cuando empezó a incluir en sus platos de sabor castellano y refinamiento francés de Viridiana ingredientes como el mole. Este restaurante sentó las bases del concepto sobre el que la gastronomía de Madrid ha girado durante los últimos veinte años: fusión.
Pero no solo en la mesa, porque esta es la ciudad que acoge a todos los que venimos de otras regiones y países, los adopta como propios en una suerte de castizo multicultural. Esto se nota en sus bares, en los que los camareros —tengan el acento que tengan— terminan gritando la comanda y dando la bienvenida a los que llegan sedientos al grito de “al fondo hay sitio”.
Y fue hace veinte años, cuando la revista El Duende empezó a rular por las calles madrileñas aireando la multiculturalidad, cuando en las cocinas de la ciudad se dio un paso más. Ya no solo se trataba de incluir ingredientes sino de crear una modalidad nueva que integrara dos culturas, la japonesa y la española. El milagro se obró en Nodo (cerrado y no olvidado) que fue capitaneado por el ahora televisivo Alberto Chicote. En aquel momento su cocina acristalada visible por los clientes desde la sala y sus sabores japo-españoles anticiparon lo que hoy en día encontramos en este Madrid de la integración y la aventura del sabor. Qué difícil es olvidar aquel tataki de atún con ajo blanco que marcaba un poco para evitar el prejuicio inicial de los madrileños por el pescado crudo…
Tan solo dos años después, en 2000, se inauguró Kabuki en la Plaza de Presidente Carmona con Ricardo Sanz al cuchillo, un chef castizo que antes había trabajado en una hamburguesería, un bar de tapas y haciendo sushi en una cocina industrial. Allí se puso a hacer su “japo-cañí” que hoy en día además de extenderse por España y Londres, luce estrella y reconocimiento mundial.
Esta fusión mediterránea y japonesa ha llegado a los platos de otros restaurantes madrileños en la actualidad como Umiko y están ofreciendo una nueva visión de cómo entender la cocina japonesa, que fue introducida en su vertiente más pura por uno de los pocos sushiman españoles que habían estudiado en Japón, Pedro Espina, quien después de su paso por el Suntory de la Castellana había abierto Tsunami en 1991, una escuela para los foodies de aquella época ávidos de nuevas experiencias a través del sabor.
Hoy en día la combinación de ingredientes y elaboraciones y la palabra fusión es llevada muy lejos de las fronteras más castizas gracias a Dabiz y su StreetXo, donde un cocido madrileño se sirve al estilo hongkonés y unas croquetas a la manera japonesa. Además, han llegado los de fuera para fusionarse con los madrileños, como el chino Jong Ping Zhang más conocido como Julio (Soy Kitchen, Lamian) que interpreta a la española su cocina de origen o el coreano Luke Jang, que recrea la cocina de vanguardia con sabores coreanos o el mexicano Roberto Ruiz de Punto MX que consigue sus tacos creativos con ingredientes madrileños que ahora también sirven españoles como Fernando Carrasco y Julián Barros en Mawey con rellenos cañí como la carrillera de ibérico o el rabo de toro.
Y la fusión no solo llega a los platos de los restaurantes. Los mercados de Madrid han dado un paso al frente en la variedad y la multiculturalidad en los últimos veinte años, y sus clientes, en cultura. El cebiche nos flipa, hacemos noodles salteados en casa y tacos a nuestra manera. Pero lo que no ha variado de nuestras noches de aquellos años 90 a ahora son los bares y sus cañas bien tiradas (quizás en la actualidad de cervecerías artesanas y entonces de la marca única) ni una tosta, esa tapa/pintxo tan madrileña, asequible y hecha para compartir que ahora puede ser más habitual de aguacate o de tomate, queso y albahaca y que por aquel entonces quizás lo fuera de solomillo. Madrid, espiral inagotable de fusión gastronómica y cultural. Y por otros 20 años más, seguro.
Yanet Acosta es escritora, periodista gastronómica y directora del Master de Comunicación y Periodismo Gastronómico de The Foodie Studies.