En este tiempo Madrid ha visto nacer y consolidarse su primera sala dedicada al género, la Cineteca, y el festival Documenta (quince ediciones). Podríamos seguir con la lista de innovaciones que han alentado al documental (¿Youtube podría considerarse plataforma de no-ficción?), pero me gustaría destacar la que es para mí la principal novedad de estas dos décadas: el espectador de documentales.
Creo que por primera vez en la corta historia del cine hay un público ávido por ellos. Es cierto que en la creación de ese público ha jugado un papel esencial la televisión, tanta veces denostada, pero que en el siglo XX hizo del documental una de sus banderas. En todo caso, si en los años 60 y 70 el cine de arte y ensayo era lo más, hoy lo es el cine documental. Este género ha crecido tanto que dispone de propuestas independientes para los cinéfilos de circuito minoritario, pero también ha creado una industria con directores y canales propios y, si no masivos, al menos multitudinarios. En otras palabras, es un negocio. Entre los directores más significativos destacaría a Werner Herzog, un genio cuyos fans menores de 35 años identifican tanto o más con sus documentales –Grizzly Man, Encuentros al final del mundo– que con sus películas de ficción del siglo XX –Fitzcarraldo, Aguirre o La Cólera de Dios-. Entre los canales, las plataformas de pago han sido una revolución. No solo han potenciado al público doméstico, ese que antes veía un “docu de bichos de La2” y ahora puede elegir entre un catálogo extenso de temas y propuestas internacionales, sino que ha apostado por hacer del documental –y aquí repito el concepto- un buen negocio; tanto que por los derechos de emisión de Ícaro la plataforma Netflix pagó medio millón de dólares.
Estos veinte años han sido también los del documental espectáculo, los de descubrir o mejor, redescubrir, el planeta. Valgan como ejemplo los diversos Planet’s de BBC: Human Planet, Frozen Planet, Blue Planet… que son referencias imprescindibles. Este subgénero nos ha vuelto a enseñar todo lo que ya conocíamos, pero con un detalle que es como si viéramos a las ballenas yubartas por primera vez. En mi opinión ni las películas de superhéroes de Hollywood han logrado secuencias tan impactantes.
La democratización del acceso a la tecnología y la existencia de un público propio ha dado como resultado la extensión del crowdfunding. O esa es la teoría. En mi opinión, y sabiendo que es una afirmación polémica, el micromecenazgo del pequeño realizador independiente es “pedirle dinero a los colegas y familiares”. Algo que cara a cara no se atrevería a hacer, pero que le permite la distancia de internet. Caso distinto es el del documental de Agnes Varda y el artista JR, Caras y Lugares, que ha contado con la aportación de cientos de mecenas. Aquí dos artistas populares acuden a sus seguidores para que faciliten su nueva obra.
Da la casualidad que hace veinte años yo comencé a escribir en El Duende artículos y críticas de cine. Y este año, coincidiendo con el vigésimo aniversario de la revista, estreno mi primer largometraje documental, Antártida, un mensaje de otro planeta. En él he tratado de profundizar y polemizar sobre el Tratado Antártico, descubrir si los valores que promulga –paz, cooperación, ciencia y protección del medio ambiente- son reales o mera hipocresía. Y en caso de ser ciertos, ¿cuál es la excusa para no exportarlos al resto del planeta? Para su producción me he beneficiado de esos cambios tecnológicos que hemos reseñado: cámaras de cine digital, micrófonos de gran sensibilidad, una gestión más eficaz del material grabado durante la edición… Lo que no ha cambiado es que sigo vinculado a El Duende; han sido ellos los encargados de diseñar el cartel promocional y que, en mi opinión, es una maravilla. Espero que el resto de la película esté a la altura.
Mario Cuesta es periodista, escritor y guionista y colabora en El Duende desde sus inicios.