Continuará gestionando los Teatros del Canal, donde esta temporada estrena Pimiento Verdi. Pero, tras 51 años al mando, Albert Boadella (Barcelona, 1943) abandona la dirección de la compañía catalana Els Joglars, con la que tanta polvareda ha levantado (La Torna, Ubú President, Daaali …). Rechazó el Premio Nacional de Teatro. Militante político (Ciutadans), músico frustrado y apasionado de la danza y los toros. Extremadamente educado en las distancias cortas.
¿La imagen que tiene la gente de usted se corresponde con la real? No, el 90% de la gente no tiene ni idea de cómo soy. La gente cree que busco constantemente la polémica para tener público, que enseguida me voy a lanzar sobre ella. Y es verdad que soy un batallador, pero no pretendo polemizar. Simplemente, si algo no me gusta, salto. Yo habría podido estar calladito en Cataluña y hoy sería un hombre de teatro venerado por el nacionalismo, porque mi compañía, en 1975, estaba en disposición de ser la mejor compañía de esa Comunidad. Pero no pude callar lo que veía y lo que veo, y me boicotearon. De todos modos, he colocado, para defenderme, un títere, y es contra él contra quien la gente dispara. A mí no me hace daño.
Y si se lo hiciera, ¿qué le dolería más, la censura que vivió durante la dictadura o esos enfrentamientos con el nacionalismo catalán ya en democracia? Ahora también podemos hablar de otras formas de censura más perversas que las de la dictadura. Durante el franquismo el «enemigo» era una panda de funcionarios ignorantes y cretinos, pero era un enemigo visible. Las censuras actuales son sutiles. La primera es la de las herramientas: si a uno no le dan medios, difícilmente podrá hacer cosas en determinados terrenos, y resulta que a unos le dan muchos y a otros pocos. Y aunque escoger es una potestad discrecional legítima de la Administración, provoca la peligrosa autocensura, que uno se aplica para estar bien con el poder. Era mucho más fácil mantener la mente libre en el franquismo, a pesar de no tener derechos. El teatro ha perdido hoy el deseo de ser beligerante, que es lo que debe ser. No digo que haya que hacer un teatro político, pero sí acusar la impostura, las injusticias. Si en el tiempo que llevo al frente de los Teatros del Canal hubiera venido una obra crítica con la presidenta de la Comunidad de Madrid y yo la hubiera considerado de suficiente calidad, yo la habría puesto en cartel.
Pues en una de sus funciones de Mujeres de Shakespeare, El Brujo dijo que usted ha estado apadrinado por Esperanza Aguirre, al igual que los reyes apadrinaban a algunos bufones en el siglo XVII. Creo que, en este sentido, El Brujo me desconoce. Si yo tuviera 40 años, sería más fácil apadrinarme. Pero a mi edad es muy difícil. Sobre todo porque firmo contratos anuales.
¿Por qué lo escogió entonces Esperanza Aguirre? Creo que porque consideraba que tengo un sentido alto de la libertad. Y jamás me dijo lo que tenía que hacer y a mí nunca se me ocurrió valorar su opinión a la hora de programar una obra. Solo he pensado en el público.
¿Y cómo escoge usted las obras que se representan en los Teatros del Canal? Prefiero poner en cartel cosas contemporáneas, que estén conectadas con el presente del público, porque para programar clásicos ya hay otras entidades. Valoro todas las propuestas que me envían. Por ejemplo, la compañía Ron Lalá representó para mí una parte de su obra Siglo de Oro, Siglo de Ahora.
¿Y no le parece que ahora mismo, en Madrid, hay salas haciendo un teatro alternativo y beligerante? Sí que las hay. Por ejemplo, la compañía La Guindalera, en la sala del mismo nombre, que nosotros vamos a traer ahora como apoyo a su precaria economía y hace un teatro espléndido.
Decía usted que muchos dramaturgos intentan estar bien con el poder, y para usted, uno de los mayores poderes actuales es el que ostentan los medios de comunicación. Sí. Yo he visto a los medios pasar de ser el noveno o décimo poder a ser el primero. Antes, lo que podía decir un periódico o una radio de un espectáculo tenía una repercusión muy limitada. Pero en estos momentos puede ser decisivo.
¿Internet y las redes sociales no significan un cambio en ese sentido? Sí, en Internet hay una parte individual que hace frente a los grandes lobbies. Pero la red aún es algo caótico, y a veces los grandes lobbies están detrás de estas opiniones aparentemente individuales.
¿Usted maneja las redes sociales? A veces. Pero, normalmente, porque me dicen que me fije en algún comentario que hay sobre alguna de las obras que tenemos en cartel.
Y en cuanto a periódicos, ¿la sección cultural de cuál le gusta? Ninguna. Leo a personas concretas. Por ejemplo, me gusta mucho Catalán Deus. A veces se equivoca, pero es un auténtico crítico, y hace de la crítica un género literario, cosa que escasea.
Y de todas esas obras que ha hecho con Els Joglars, ¿con cuáles se quedaría? Con tres: El Nacional, que es, digamos, mi herencia, con mucha música, porque yo siempre he sido un músico frustrado. Con Daaali, en la que, quizá por identificación mía con el personaje, creo que estuve muy acertado. Y con Yo tengo un tío en América, donde introducíamos danza, flamenco. Aunque, si tuviera que repetirlas, generalmente salvaría fragmentos, quemaría el ochenta por ciento de lo que he hecho.
¿Tanto? Es que soy muy exigente. Siempre que acabo una obra, lo hago con un sentido de frustración. Tengo que colocar lo que yo llamo los «parches», que son la profesionalidad.
¿Y qué se critica a sí mismo? Desde el punto de vista artístico, siempre he tenido una lucha con lo que llamo la literatura del teatro. El teatro no es literatura, es mucho más que eso. No es lo que hay en el texto, como la música no es lo que aparece en la partitura. Yo no he conseguido superar la presión de la palabra. La palabra es demasiado exacta para conseguir que el arte fluya. El arte tiene elementos sensoriales que la palabra no tiene, lo cual está relacionado con la percepción. Por ejemplo, si un actor dice: «hoy hace un día gris», ya ha roto el efecto. No tiene que decirlo, tiene que demostrar que hace un día gris para él porque está deprimido. Este pequeño equívoco surge en el teatro con frecuencia. Creo que, de todas las artes, la danza es la que más y mejor ha evolucionado en el último siglo. Si uno ve la coreografía de Jen Cristophe Millot de Romeo y Julieta, se da cuenta de algo milagroso: supera la obra de Shakespeare. Su emotividad, con la expresión corporal y la música, penetra con más fuerza que el texto.
En Daaaali, usted criticaba las vanguardias de las artes plásticas. ¿Tienen un equivalente en el teatro, que a usted lo irrite de igual manera? Lo que ha sucedido en el mundo de las artes plásticas no ha sucedido en el teatro. En una parte importante del mundo de las artes plásticas no ha mando el espectador, sino los bancos, los ministerios, las grandes fortunas queriendo blanquear su dinero… Y al público lo han mantenido al margen. Esto se ve claro en Arco, donde vaga, perdido. En el teatro esto no ha pasado, el público ha actuado como árbitro. En la época de mi juventud se empezaron a hacer unos desmanes importantes, pero el espectador reaccionó con unas broncas espectaculares.
Eso de abuchear ya no se hace… No, y me sorprende, porque hay cosas que merecerían algún pateo. Pero el público es ahora muy propenso al Síndrome de Estocolmo. Cuanto más lo torturan, más lo agradece. Solo hay que fijarse en las óperas de Wagner, que tienen instantes magistrales y cuartos de hora insoportables; pero cuando acaban, la gente aplaude en pie. Y a los que patean o silban, los echan. A mí me pasó una vez en el Teatro Romea.
Sí se hace en los toros, que para usted es el espectáculo más sublime, incluso por encima del teatro… Sí. Porque es una arte de la Antigüedad que ha sobrevivido hasta hoy milagrosamente, aunque tiene los días contados, y me parece normal que haya quien no soporte ver cómo matan a un animal. Pero asistir a este espectáculo es como asistir a una tragedia griega. En la plaza están todos los elementos esenciales que configuran la vida: el miedo, el arrojo, la valentía, la astucia, el pánico, la muerte, el dolor… La sangre es real, no como en el teatro, que es kétchup. Y el espectáculo tiene una gran carga metafórica: con un trapo, un hombre es capaz de templar a un animal de 500 kg que está dispuesto a matarlo. Y lo hace con una especie de danza de extraordinaria belleza. Además, los asistentes están en un estado de participación ajeno al teatro. Debería ser un espectáculo obligado en las escuelas. Porque los niños de menos de diez años no se sorprenden con él, lo consideran natural.
Texto: Antía Covas. Foto: Scuola di Ballo Teatro alla Scala de Milán (del 26 al 28 de octubre en los Teatros del Canal).