En la reserva de cuentos que todo padre tiene no puede faltar la historia de un héroe que luche contra unos villanos para restaurar el vilipendiado honor de algún débil; un niño, por ejemplo. Cumpliendo el protocolo, digamos que érase una vez un tipo de carne y hueso llamado Jaume Sanllorente, ex periodista económico.
Un año, por casualidad, dirigió sus vacaciones a la superpoblada Bombay, donde conviven individuos acaudaladísimos con familias paupérrimas en las que los críos tienen su futuro anclado a tres desgarradoras alternativas: prostituirse, vivir de la basura o mendigar. Normalmente los explotan mafias (los malvados de esta historia), que tienen la macabra costumbre de sacarles los ojos o amputar sus pequeños miembros para que reciban limosnas más compasivas (léase sustanciosas) que ellos puedan embolsarse. “Un elevado índice de esos menores han sido vendidos por sus propias familias. Es posible que el amor materno sea universal, pero aspectos externos como las drogas, el alcoholismo y otros factores contribuyen a su destrucción”, narra el protagonista, y continúa: “Es triste decirlo, pero en algunos casos, los niños reaccionan al maltrato con absoluta normalidad, como si fuera algo propio del destino”. En su periplo, nuestro viajero se topó con un orfanato a punto de ser derruido. Sintió aguijoneado su nervio más empático, concentró su agudo intelecto y evitó el desplome del centro fundando en él, la ONG Sonrisas de Bombay. “La llamé así porque la sonrisa era lo primero que recordaba de los niños cuando pensaba en ellos”. Los villanos, negándose a tolerar que les restregasen de esa manera la Declaración de Derechos Humanos por las narices, trataron de gripar esa labor y cobrarse la vida de Sanllorente como impuesto. “Hace ya mucho tiempo que voy sin escolta”, se alegra. Los niños comenzaron a ser atendidos en la sede, que también abrió sus puertas a enfermos de lepra y sida. “Se tiene una imagen excesivamente bucólica de mi trabajo, como si fuera por ahí rescatando niños y me veneraran como a un dios; esa opción no respondería a la lógica de un organigrama profesional en Cooperación al Desarrollo”. Y, ¿qué le parece esa iniciativa de los occidentales de ofrecernos como padres de estos chicos? “Si está tramitada debidamente, amparada y realizada bajo y mediante la ley, valoro positivamente la adopción internacional”. Sonrisas de Bombay fue creciendo, tanto que hoy sus proyectos “siguen una línea más holística e integral, de manera que a través de proyectos educativos y sanitarios contribuyamos al desarrollo de toda una comunidad”, cuenta el cooperante. Es este el punto en que el lector se hace la pregunta del millón: ¿la labor de Sonrisas de Bombay correspondería al gobierno indio? “En Bombay, tanto el gobierno, como las entidades sin ánimo de lucro buscan fórmulas conjuntas para trabajar en común”. Posible moraleja de lo contado: Sanllorente persigue un horizonte de justicia que parece tan lejano como Marte, pero puede que ya tenga motivos para la esperanza: “Hay nuevas leyes como la que, desde este año, expresa claramente la obligatoriedad de la educación para menores entre 6 y 14 años”. Colorín un poco descolorido, este cuento ha terminado.
Texto: Paloma F. Fidalgo